Es en todos los instantes de cada día, rutinarios y simples casi siempre, donde podemos transformarnos para bien de nosotros mismos y de los demás. Basta con convertir lo que hacemos, por nimio que sea, en alabanza y gloria del Dios que nos ama y que nos impele a amar a los demás. No se nos pide que hagamos cosas heroicas, sino que lo que hagamos esté impregnado de bondad y entrega.
Amar a los demás, como Cristo nos ha enseñado, es reconfortante. Nunca cansa. Al contrario. Infunde mayor vitalidad. Es como si cada obra buena que